Aitor era fuerte y luchador, algo que procuraba demostrar día a día.
Aitor había tenido suerte, pero era muy consciente de que había muchas personas que lo habían tenido mucho más complicado que él. Es cierto que la vida también le había reservado muchas dificultades, y que aún le quedaban otras tantas en el camino —las más complicadas aún estaban por llegar—, pero si algo no le faltaba en aquel momento era ánimo para hacerlo. Aquella tarde, después del entrenamiento, Aitor salió del vestuario tras despedirse de sus compañeros; aún no podía evitar que su corazón palpitara con una emoción enorme, pues hasta hacía muy poco tiempo el simple hecho de recibir las sonrisas y los saludos afectuosos de sus compañeros de equipo, tratándole de igual a igual, había resultado casi un sueño inalcanzable. Y es que el fútbol siempre había sido la gran pasión de Aitor, desde que tuviera uso de razón, un amor que sin duda había heredado de su padre, que era un auténtico forofo del Valencia Club de Fútbol, su equipo de toda la vida al que seguía con abnegada devoción. Como buen heredero de esta afición, Aitor recordaba bien cómo cada Navidad los únicos regalos que realmente le habían hecho vibrar eran aquellos relacionados con su deporte favorito: un balón oficial de La Liga, un álbum de cromos de sus jugadores predilectos, una bufanda para animar en los partidos o la equipación oficial del Valencia. También es cierto que, precisamente por estos gustos tan concretos, los primeros problemas que había debido afrontar no tardaron en aparecer. Su madre había tardado en aceptar que, por mucho que a ella le hubiera gustado, su hijo no concibiera jugar con esos juguetes que ella había considerado apropiados, o esa ropa que para nada casaba con la propia identidad en construcción de su pequeño, incluso a la pronta edad de cuatro años. Ahora, a sus quince recién cumplidos, Aitor había logrado superar muchos de esos miedos, contando por suerte con unos padres que habían aprendido a entender a su hijo a base de dosis de realidad, pudiendo llegar a comprender que el nombre de nacimiento que le habían puesto no representaba para nada a su vástago. No, él no se llamaba Aitana, nunca lo había sido, y por suerte esperaba no volver a escuchar ese nombre nunca más.
Durante gran parte de su niñez, Aitor había tenido que lidiar con un mundo de incongruencias. Sí, empezando por su propio cuerpo. Desde bien pequeño, cada vez que su madre le había colocado uno de aquellos odiosos vestidos no había podido evitar sentirse disfrazado. Es cierto que, muy al principio, ese problema no había sido tal, pero en cuanto el pequeño Aitor fue haciéndose consciente de las diferencias que veía con respecto a los demás niños y niñas de su escuela, de la representación de las chicas y chicos en las series y películas de dibujos animados, de las propias diferencias existentes entre los modos de vestir y de comportamiento de sus padres o su hermano mayor, Luis, con respecto a lo que se esperaba de él, el velo de confusión sobre su propia persona fue haciéndose cada vez más insostenible. Empezaron las primeras rebeliones, el llanto desesperado cuando su madre intentaba por todos los medios ponerle una de esas ridículas diademas, el querer hacer pis de pie como había visto hacer a su padre, el robar la ropa y los juguetes de su hermano mayor so pena de capón en la cabeza. Pronto, los padres de Aitor hubieron de rendirse a la evidencia de que algo pasaba con su hija Aitana. Sus primeros acercamientos al problema no fueron del todo satisfactorios, pues los primeros psicólogos que trataron el caso no supieron localizar la raíz del comportamiento rebelde de Aitor. Fue precisamente la profesora del colegio, la señorita Pilar, quien les planteó la posibilidad de que Aitana tuviera un problema de disforia de género.
Sí, Aitor había tenido suerte. Superado el primer impacto, sus padres —y también su hermano— habían hecho todo lo que estaba en su mano para ayudar a su hijo en procurarle una vida lo más adecuada posible, dada la condición que le había tocado vivir. Su padre, con quien tenía una conexión muy especial, había sido un pilar fundamental para él, pues a pesar de que su madre se había esforzado en adaptarse a la situación, es cierto que le había costado un poco más entender que su niña no era tal: era madre de dos chicos, a pesar de lo que constara en el libro de familia.
Hacía ya varios meses que Aitor había empezado a recibir el tratamiento hormonal, gracias a que la legislación valenciana permitía el inicio del tratamiento a menores de edad como él. Al notar los primeros cambios en su fisonomía, Aitor empezó a sentir por fin que la prisión de su propio cuerpo empezaba a abrir sus puertas, una especie de liberación gradual. Aquellos primeros pelillos de la barba, el agravamiento de su voz, sutiles al principio, iban acercándole cada vez más a la persona que él siempre había sentido escondida en su interior, y aquello era un regalo; un regalo que sin embargo, en ocasiones, le había guardado un regusto amargo, pues había tenido que luchar por ello y tendría que hacerlo continuamente durante el resto de su vida. Era injusto, sí, pues aquello que tanto había deseado era algo que la mayor parte de los chicos habían recibido por derecho de nacimiento, y sin embargo Aitor era fuerte y luchador, algo que procuraba demostrar día a día. Evidentemente, no todo a su alrededor había sido halagüeño: no habían faltado las burlas de determinados mal llamados compañeros en el colegio, o esas miradas cargadas de reprobación por parte de algunos familiares lejanos o los propios vecinos de su comunidad. No era cómodo ni fácil, pero en el fondo todo eso a Aitor le daba igual. Poco a poco estaba encontrando su hueco, y entre toda esa gente que lo rodeaba también había muchas personas que entendían y apoyaban completamente su decisión, entre ellos el propio entrenador de su equipo de fútbol, Julián, que lo había tratado como a uno más desde el primer momento, sin darle ninguna importancia a su particular situación personal. También sus compañeros de equipo lo trataban con respeto, sin ningún atisbo de marginación, y por eso se sentía realmente afortunado.
Eran casi las diez de la noche cuando Aitor salió del polideportivo de su barrio, Benimaclet, en dirección a casa, con una sonrisa de boca a oreja. El ejercicio de aquella tarde había activado su organismo y se sentía pletórico de energía. Le dolía un poco el tobillo, pues había dado un mal paso durante la carrera alrededor del campo, pero nada que no arreglara un poco de Reflex y una tobillera. También estaba hambriento. Solo esperaba llegar a casa para zamparse un bocadillo de la deliciosa tortilla de patata que solía preparar su madre, jugosa pero con el huevo bien cuajado, como a él le gustaba. No había tortilla mejor en el mundo, esa era una verdad incuestionable. Pensaba en el momento de hincarle el diente mientras caminaba a través de la pérgola del prácticamente solitario parque del campus universitario de los Naranjos. A esas horas no solía haber mucha gente por allí, pero las risas de un grupito de chicos que se hallaban sentados en sendos bancos enfrentados le sacaron de su ensimismamiento.
—¡Eh, tú! —gritó uno de ellos, a su izquierda, sobresaltándole justo cuando pasaba entre los dos bancos de piedra. Aitor sintió que su corazón daba un respingo. ¿Le habían hablado a él? Era mejor no averiguarlo. Por si las moscas, Aitor siguió caminando como si no hubiera escuchado nada.
—¡Eh, que te estoy hablando a ti! —insistió el chico, con esa voz burda que Aitor catalogó automáticamente como la de un adolescente pretendidamente machirulo, esa especie que suele hacer alarde arrogante de su estolidez delante de la cuadrilla de amigotes para convertirse en el líder de su manada—. ¡Eh, tío, para!
Aitor vio por el rabillo del ojo que el chico en cuestión se había puesto en pie y se había acercado unos pasos hacia él. No tenía más remedio que volverse y responder con toda la tranquilidad que pudiera. Antes de que tuviera oportunidad, el chico —Aitor no había errado en su previsión, aquel niñato era el prototipo de mascachapas de discoteca— volvió a hablar:
—¿Tienes fuego? —le preguntó, cogiendo un cigarro que tenía apoyado sobre la oreja.
—No, lo siento. No fumo —contestó él, sonriendo tímidamente. Había procurado resultar todo lo simpático posible, de forma inconsciente, sin duda para ocultar los nervios que sentía.
—No me tomes el pelo… ¡Ostia! —De pronto aquel chico soltó una carcajada. Estaba mirándole el pecho—. Pero tú… ¡Tú eres una tía!
—Me llamo Aitor. —La respuesta le salió del alma. Cualquier atisbo de sonrisa se había borrado de su cara.
—No me jodas, nano… —siguió riendo el chaval—. ¡Eh, mirad, tíos! ¡Tenemos aquí a un monstruo! Dice que se llama Aitor… ¡Pero es una pava!
Aitor estuvo a punto de responder ante aquella ofensa, pero decidió que no tenía por qué tomar partido. Mientras tanto, el grupo de niñatos se reía a carcajadas. Era mejor poner pies en polvorosa cuanto antes. No le gustaba un pelo lo que estaba sucediendo, así que se dio la vuelta y siguió caminando con paso acelerado.
—¡Eh, tú, Aitora! —bramó aquel proyecto de orangután—. Que te estoy hablando, ¿adónde crees que vas?
No contestó. Aitor apretó el paso, ya cercano a la carrera. Un fugaz vistazo hacia atrás le alertó de que aquella panda le iba a la zaga, y su presunto líder corría abiertamente detrás de él. Aumentó la velocidad de sus pasos, pero ir cargado con la mochila de deporte no le facilitaba la tarea. Además, el dolor en su tobillo iba haciéndose cada vez mayor a medida que corría a través del parque. Tras volverse una vez más para comprobar que aquel cabrón le había ganado terreno, el tobillo de Aitor falló y acabó tropezando. Cayó contra el suelo, su mochila propulsada a un lado.
—¿Adónde ibas con tantas prisas, eh, capulla? —preguntó el tío, cuando llegó junto a él—. ¿O debería decir capullo? Perdona, no tengo costumbre de tratar con monstruos como tú. ¡Me das asco!
La primera patada fue la más dolorosa, por inesperada. Se la había propinado en pleno estómago. Gritando de dolor, Aitor se encogió sobre sí mismo, adoptando involuntariamente la posición fetal de autoprotección. Los siguientes golpes cayeron sobre él como el oleaje golpea las rocas durante una tormenta, constantes, ruidosos y fieros; sintió la fuerza de las pisadas y patadas sobre sus propias piernas, sus brazos, su torso, su espalda. Los segundos que duró el ataque y la terrible humillación dilataron el tiempo, transformándolo en minutos, horas, una eternidad en la que pareciera que el dolor hubiera existido desde siempre. El último golpe lo recibió en plena cabeza y la noche se hizo más negra entonces, nublando su vista. Curiosamente, lo último en lo que pensó Aitor antes de caer inconsciente fue en la cena que ya no probaría aquella noche, esa deliciosa tortilla que había preparado su madre y que le esperaba en casa. No, el hambre había desaparecido, había sido sustituido por un sueño ineludible. Debía dormir.
Y cerró los ojos.
Que triste pero real comienzo… y que ganas de poder leer qué ocurre con Aitor y el resto de personajes!!!
Gracias!
¡Muchas gracias, Jose Luis! Dentro de dos semanas continuará la historia. ¡Espero que te guste!
Es triste pero real lo que ocurre en nuestro mundo, me apena que cosas así sigan pasando sin importar el lugar ocurren, llámese España, Venezuela, Argentina todo esto pasa.
Estoy feliz por tu regreso y te felicito por tu valentía al tocar estos temas, recibe mi apoyo y cariño desde Venezuela.
Fue una grata sorpresa encontrarme con material nuevo, seguía la serie y esperaba cada capítulo con mucha ansias, saludos al equipo desde Chile.
¡Muchísimas gracias! Este próximo viernes, día 4 de Septiembre, continúa la publicación de nuevos capítulos de la segunda novela basada en la serie. ¡Espero que sean de tu agrado! 🙂
hola donde publicas tus capitulos del libro para poder leerlos
Cómo olvidar la primera vez que leí este capítulo, me hizo llorar con lo realista que es. Asombroso sin ninguna duda